Relato de Miguel Escobar Ruiz

El motor del generador del barrio se detiene. Los ecos de los últimos martilleos de sus pistones retumban en el cañadón mientras las lamparitas eléctricas agonizan. Es la medianoche en el caserío de chapa. En la mañana, los primeros rayos de sol entibiarán los techos de doble clavada, y la ruta 26 que comunica Comodoro Rivadavia con Sarmiento volverá a agitar su polvareda. La rutina de La Tranquera impondrá su ritmo de obreros y paisanos urbanizados.

La ruta y las vías del ferrocarril son un tajo que divide en dos el caserío. En el alto, se ubican la mayoría de los comercios y bares, y en el bajo, sobre el mallín salino, muchas familias habitan en viviendas chorizo separados con cercos de chapa de tambor estirado y alambre tejido. Las más pudientes en casas individuales con patios de tierra regada.

Los tamariscos son el árbol que se impone. Algunos frutales desparraman flores especialmente en el alto, donde la arena del faldeo permite la fruta.

De mañana reina el cocoreo de los gallos de los muchos gallineros, y flota el olor a churrasco mañanero.  Un caballo, ensillado, espera en la puerta del oxidado galpón lindero al Hotel Internacional. Sus habitaciones facilitan el descanso de los mensuales. Al mediodía, y también a la última hora llegan los comensales bajando de los camiones que transportan hacienda.

El Hotel está a pasos de la Estación de Servicio, y atiende el hambre y la charla de los camioneros y viajeros a Sarmiento. De noche es uno de los bares que hacen de aguada para gargantas sedientas. Metegol, billar, y un galpón para el costillar con paleta al asador. Y la timba.

Del pase inglés, truco, y copas no se habla, pero se sabe. No vaya a ser que caiga la redada.

En ese caso, el procedimiento de huida es: salir por el pasillo que pasa por atrás de la cocina, revolear las billeteras por la ventana al interior del recinto para que la milicada no las limpie, y salir por el patio interno que da a las casas colectivas linderas, donde viven las familias de los obreros que construyen las casas en los barrios de Diadema.

Hasta los perros en ese caso colaboran con la empresa; mientras los galgos torean a los milicos en la entrada al galpón, los toscos de los vecinos se enfurecen haciendo un barullo que despista de los ruidos de tropezones y portones chirreantes.

La Tanquera tiene vida propia separada de su pueblo por una faja de campo.

Siempre periférica, juntadora del pobrerío, de chilenos, indios y familias desclasadas de origen rural con necesidad de progreso.

Para que los niños vayan a la Escuela hay que acompañarlos por un sendero con puentes de fierro para sortear el agua negra, y rodear al Barrio Central por un callejón que llaman La Arboleda, que de noche es una temida boca de lobo, elección de ebrios y suicidas.

Más allá de la escuela hay otro puente de fierro, más importante, que pasa frente a la Comisaría, para llegar a los pabellones de obreros del barrio de Solteros, si no se rodea el alambrado de la Planta que conduce hacia dónde viven las familias de los policías, que son paisanos institucionalizados. Al fondo la cancha de Diadema Argentina que agita los colores holandeses de la Empresa.

Lo mismo hay que vadear el campo siguiendo la ruta, si uno visita familias en el Barrio Iglesia, donde se vive cómodo pero de prestado.

Las sendas que comunican al caserío evitan el Barrio Central, siempre distinguido y prohibitivo para el común de los habitantes. Las sendas en realidad son los tendones con que el destino ata estas casas con Diadema, y se marcaron a fuerza de pasos porfiados y constantes rondando el alambre olímpico que separaba los grandes tanques, alrededor de la siempre tétrica Planta Deshidratadora.

El gran edificio de chapa de la Planta, con una imponencia de dos pisos ante mi insignificancia de niño, remata en grandes chimeneas vaporosas; en sus ventanas se refleja el fuego de averno, adónde entran obreros enfundados en mamelucos azules lavados con esmero, hediondos de nafta, con estopas en los bolsillos.

Quizás más temido aún es su latente pitido de alarma, que anuncia con tonos estridentes los incendios de campos y las desgracias petroleras.

La Tranquera: la hija no deseada de Diadema Argentina, la que no figuró en los planes de los padres europeos.

La planificación se expresa en el espacio geográfico: un barrio central para la gente importada, con viviendas espaciosas, materiales nobles y servicios recreativos: cine-teatro, club, sala de bowling, pileta cubierta. Detrás de la meseta y menos visible el sector destinado a empleados solteros y en su acceso la ubicación estratégica del cabaret  y  la sede de la Comisaría para garantizar la paz social.

Hacia la parte más visible, y al otro lado de la vía del ferrocarril y la ruta nacional, se emplaza el barrio para obreros casados, con una gran iglesia donada al culto católico. Todas acciones meditadas para impresionar a un obispado con sede en la ciudad de Viedma, preocupado por las tendencias protestantes de los recién venidos.

La Tranquera emerge orgullosa en su relatividad urbana; ni siquiera tiene un nombre propio que la valorara, sí una referencia a una estructura de paso en un alambrado, pero sintética y simbólica como referencia a sus habitantes. Su propia cancha de fútbol de tierra apisonada, que convoca a la multitud, descansa cercana al galpón fue construido al lado de la vía como parada para albergar a los que viajan en el autovía.

Un día, las preocupaciones por el deterioro ambiental y la estética de la pobreza a la entrada del pueblo llevaron a la muerte a La Tranquera. Un nuevo barrio hacina en espacios reducidos a las familias numerosas, pero ya en un lugar menos visible, replicando la condición de la que provenían. Ni siquiera su nombre fue mantenido, con ella se fue el ferrocarril y la ruta a Sarmiento, como en solidaridad a su historia.

Sin embargo, aún en el cañadón retumban sus ruidos. Aunque la historia de Diadema no repare demasiado en ella, guarda memorias vivaces, y no son pocos los diademenses que llevan marcada su niñez por la experiencia social ascendente.

Si hoy se camina por el lugar arrasado por las topadoras seguramente se dará con los vestigios de vida que afloran semienterrados por doquier, o encontrará alguna de las sendas, que si se deja llevar lo sumirán en el valle del orden y progreso.

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail